Es asombroso como pequeños
detalles o rituales cotidianos pueden marcar tanto la diferencia. Gestos,
frases, expresiones, sonidos que emanan de nuestra garganta y nuestros labios
recitan, sean tan dulces como un beso, fuertes y duras como un puñetazo, o tan
frías cual nieve y afiladas como un cuchillo.
Al fin y al cabo, ¿cuántas
personas no han usado la lengua no solo para expresarse, sino para manipular?
¿Cuántas veces no se han usado para engañar y mentir? Innumerables conflictos
causados por meras palabras, y más importante, las vidas que pagaron el precio.
Pero no son éstas en si las que
causan el bien o el mal. No, son los significados. Los significados y sentidos
que atribuimos a ellas. Mi profesor nos puso el mejor ejemplo como los
insultos, que en si no son más que oraciones o palabras sueltas que, en sí, no tendrían
que significar nada. Pero somos nosotros, la sociedad, nuestra cultura la que
lo considera algo ofensivo.
Miles de ejemplos más que podrían
ser, como por ejemplo en la Alemania nacista, considerarte judío, o en la época
no tan lejana en la que se llamaba a
algunos “boys”, “kaffir”, o como lo traduciríamos a nuestro idioma, negro. ¿Y
por qué estos términos resultaban tan ofensivos? ¿Por qué iba a ofenderle a una
persona por describirla por las características que los diferencian y por cómo
ha llegado al mundo? Pues porque otra gente usaba esa palabra, negro, como
sinónimo de esclavo, para despreciar a los de diferente color de piel y así
considerarse superiores por tan solo ser los “pálidos ricos”.
Con esto se demuestra que el
lenguaje es una herramienta, y no porque en si sea malo, al contrario, puede
ser usado para muchas cosas hermosas tales como la literatura y para
entendernos.
No, el peligro no está en las
palabras, sino en las personas que la utilizan. Pues somos nosotros los que
convertimos el poder de la palabra en un arma con la que herir.
Somos los artífices de nuestra
propia maldición.
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